Incesto padre-hija
Luis Guillermo Blanco
No vamos a referirnos aquí a las aberraciones de libertinos desquiciados tales como el emperador romano Calígula (quien mantuvo relaciones sexuales continuas con sus tres hermanas), a las habituales uniones endogámicas propias de las familias reales del antiguo Egipto y de la realeza europea (vg., los Habsburgo), ni a hechos aislados relatados en algunas crónicas o libros sagrados (vg., Génesis, 19:31-38), sino exclusivamente al incesto padre-hija entendido como una forma particular de abuso sexual infantojuvenil (El Litoral, 18/5/10).
Siguiendo a Eva Giberti y Silvio Lambeti, partimos de la base de que la niña siente amor, respeto y temor por su padre, quien así cuenta con la ventaja que le reporta la obediencia social/familiar de su hija. De allí que ella se encuentre inerme ante dichos de su padre tales como “todos los papás hacen lo mismo y ahora es un secreto entre vos y yo”, y que acepte su sometimiento, ya que otra cosa no puede hacer, pero sabe que algo está mal, por ser un secreto. No hay consentimiento alguno de su parte, pues para que pueda haberlo es preciso contar con reflexión, capacidad deliberativa y capacidad de decisión, niveles judicativos, desiderativos y cognitivos que no están al alcance de una niña de 6 ó 10 años ante la presión psicológica que su padre le significa.
Y así comienza el incesto: una violación sistemática cuyo perpetrador ocupa, en la vida psíquica de la niña, el lugar del padre. Un lugar significado por su origen, su historia personal, el vínculo con su madre y sus hermanos, y por ser el adulto responsable por la existencia total de la niña. Originándose así un proceso que apunta a destruir la subjetividad de la niña, pues ser violada por su padre configura una índole de victimización que se diferencia de ser violada por un familiar cercano o un desconocido. Porque el vínculo que instala el padre incestuoso tiene características genitales, traumáticas e intrusivas, y lo traumático del asalto incestuoso tiene como efecto no sólo el padecer físico que esta acción importa, sino también y principalmente, a nivel subjetivo y simbólico, la ruptura de la figura del padre como genitor y asegurador del bienestar psicofísico de la niña, generándole una catástrofe psíquica no sólo en el esquema afectivo sino en el funcionamiento de su esquema de pensamiento.
Bien entendido que con su proceder el padre incestuoso no cosifica a su hija, pues ella es una persona: el placer-poder de ese padre radica y avanza en busca de la satisfacción que le produce dañar a un ser humano, lo cual posiciona al incesto en el ámbito de la perversidad (placer por dañar) y no necesariamente en el de la perversión sexual (paidofilia). Es más, cuando el incesto acontece alrededor de la pubertad (lo cual es común), la violación paterna crónica de su hija evidencia una particular crueldad, ya que sus efectos, se produzca o no un embarazo, arrasan la naciente capacidad reproductiva de la víctima. Cuya representación, en la mente de la adolescente, queda transfigurada y asociada a la irrupción corporal del violador. Violación que puede prolongarse durante años, siendo que muchas veces el incesto no se revela hasta que la hija no se va de la casa paterna.
El impacto psicológico del incesto es prolongado. La víctima puede no asumirlo, restarle importancia, “olvidarlo” o dudar de que realmente haya ocurrido y la hubiese afectado. Pero los daños psíquicos del incesto son cuantiosos. En un principio, la niña, atrapada en una situación de sumisión insuperable, con ruptura de sus etapas evolutivas y de su equilibrio emocional, se siente obligada a creer en el amor de su padre hacia ella, pero al dolor físico que puede significarle algunas de las maniobras sexuales, la idea de estar engañando a su madre y sus dudas acerca de su culpabilidad en los hechos (inexistente, por cierto), facilitan la caída de sus sentimientos de amor y confianza hacia su padre (que goza aterrorizándola), sintiéndose traicionada y sintiendo por él odio y asco, lo cual le produce una angustia desmesurada que no puede procesar y una sensación de vacío psíquico, como si no pudiera reponerse de su asombro, producido por la desmesura de los hechos, que le provocan una intensa confusión que tiene como efecto la claudicación de su subjetividad. De allí que ese desmán permita incluir al incesto en el lugar de lo no-narrable, sino al “olvido” o la dificultad de relatar lo traumático del incesto, que se vincula con los sentimientos de vergüenza y de culpa de la víctima. A lo cual suele sumarse la pérdida de autoestima, estados depresivos, fobia al ejercicio de la sexualidad, cuadros de anorexia, síndromes de estrés postraumático y otras manifestaciones psicopatológicas.
De allí que el incesto debería tipificarse penalmente como un delito autónomo, que no debe confundirse con el abuso sexual (arts. 119 y 120, Código Penal) -voz legislativa que parece más liviana que violación incestuosa-, que puede ser perpetrado por cualquier persona que no sea el padre de la víctima. Lo cual, cabe reconocer, resulta particularmente molesto. Pues nos deja sin garantías acerca de lo que un padre sea. O pueda ser.
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martes, 20 de mayo de 2014
Incesto
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